viernes, 1 de mayo de 2009

El rayo verde de Eric Rohmer

Una de las primeras y pocas certezas personales que poseo la escribí en un cuaderno hace 25 años: “No dudar ir al cine”. Significaba que en los momentos de aburrimiento o de tristeza, si me pasaba por la mente la idea de ir al cine debía suspender las vacilaciones, tomar el metro e ir al cine. Era posible en todo momento ir a la Cineteca Nacional o al Cine Pecime porque mi hermano Santiago trabajaba entonces en la Compañía Operadora de Teatros y me había regalado un pase universal para esas y otras salas. Así aprendí que hay un tipo de soledad mortífera y otro saludable, y que nadie debería jamás avergonzarse de ir al cine solo. Hoy, encerrado en una casa casi vacía por causa de una pandemia de influenza, me pregunto si quiero ver o no un filme. Ante la duda, aplico mi antigua recomendación. Me proyecto El rayo verde (Le rayon vert) de Eric Rohmer (Francia, 1986, Ganadora del Festival de Venecia, mi festival favorito). Exactamente al cabo de 98 minutos, la soledad mortífera se transforma de manera repentina en una felicidad intensa, gracias a un fenómeno físico llamado precisamente “rayo verde”. Mi antigua fórmula ha vuelto a funcionar. En El rayo verde, Rohmer utiliza la improvisación de manera perfectamente planificada: los diálogos no pudieron haber sido escritos en el guión tal y como se escuchan, de modo que los actores fueron colocados en la situación propicia para alcanzar una espontaneidad asombrosa. Quizá no todos disfrutarán tanto el filme (parte de mi placer subjetivo al verlo consistió en re-conocer precisos rituales sociales: los veranos en la montaña o en la playa, el gouté a mitad de la tarde para conversar, etc.), más aún si se tienen que leer rápidamente los subtítulos (el filme es menos verboso que sus predecesores de la nouvelle vague, pero hay charlas ágiles). A pesar de todo, estoy prácticamente seguro de que la mayoría reconocerá ahí esa médula espinal que llamamos gran arte. Esta película dialoga de manera explícita con otras dos acerca de mujeres de sectores populares en vacaciones: La Dentellière (de Claude Goretta, Francia-Suiza, 1977) y Párpados Azules (de Ernesto Contreras, México, 2007). Desde luego, lo que quiero decir es que Rohmer debió haber visto el filme de Goretta y que Contreras seguramente conocía alguna o ambas de las películas mencionadas. Para nosotros, espectadores, mirar estas tres una detrás de otra sería una manera de comprender cómo, bajo la supuesta búsqueda de originalidad de la obra de arte en Occidente, en realidad existen diálogos basados en influencias recíprocas y aportaciones consistentes en sutiles transformaciones.

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